domingo, 31 de julio de 2016

Entrescrita

      Lleva mucho tiempo insistiendo con la propuesta, y he de confesar que en esas distancias cortas, tan cortas… Bueno, ya me entendéis. Todos nos hemos preguntado en qué miedo nos hemos vuelto valientes. ¿A que cuesta responder?
            Lo cierto es que no hilo muy fino buscándome una excusa y la única que soy capaz de conseguir sacarme del bolsillo es que ando un poco tímido, pero a él no le puedo engañar. Por eso sigue insistiendo. Ahora sé por qué llevamos tantos años soportándonos.
            —¡Venga, que serán sólo unos minutos! Un par de preguntas.
            Y le veo esa sonrisa, la conozco y sé que no la pasea si no le sale de las entrañas. Es un farsante esperando recibir el máster de sinvergüenza (si es que no lo lleva ya escondido bajo la manga), pero es incapaz de mentir con la mirada brillante.
            —Mira —Señala—, podemos hacerla en esa mesa de la terraza bajo los plataneros. Ya sabes, tu oficina de verano.
            Contemplo el cielo para ver si me echa una mano, pero cuando luce azul nunca llueve.
            Y enciendo un pitillo. Lo compartimos.
            —Tenemos que dejar de asfaltarnos los pulmones —me dice—, no creo que nadie vaya a circular por ellos.
            Lo cierto es que fumar en verano y al aire libre carece de embrujo. Tal vez sea eso lo único que me guste del invierno. Esos tempranos anocheceres que las horas convierten en madrugadas, y dentro de mi despacho, entre la niebla (no os molestéis en decirme que suena pretencioso, pero me parece vulgar considerar que es sólo humo después de lo que me esfuerzo por convertirlo en bocanadas de imaginación), consigo que la vida me salude una vez ya emancipada de la realidad. Que los libros que abarrotan hasta la última de las esquinas conserven todas sus palabras pero lleven mi nombre de autor. Y que esa brújula que renunció a señalar el Norte tenga razón.
            P—Antes has hablado de miedos. —Empiezan los disparos—. ¿En cuál descubriste tú que te volviste valiente?
            R—Todos somos valientes, lo vamos descubriendo con las pruebas a las que nos somete el camino. La mayoría no imaginamos ser capaces de enfrentarnos y superar determinadas situaciones hasta que nos enseñan los dientes. Pero lo conseguimos. Lo terrible es descubrir en qué miedo te volviste cobarde.
            P—¿Intuyo que no has sido capaz de superar alguno?
            R—Sí, uno que se llama soledad. Y no hablo de esa soledad que todos buscamos en ciertos momentos, esa soledad que en el fondo es acompañada porque decidimos cerrar una puerta cuando depende de nosotros volverla a abrir.
            »Yo me refiero a otro tipo de soledad, como la de volver huérfano a casa una noche y pensar que durante las siguientes, entre las posibilidades, está la de enfrentarte a un tiempo agotado, condenado a vivir en un recuerdo que ya no tendrá futuro. Y entonces te das cuenta de la gran cantidad de vida que no podrás recuperar. Si una vez te regalaron un verdadero amor hay que conservarlo. En eso, lo de las segundas oportunidades es una estafa.
            P—Ahora me viene  a la cabeza una frase que leí de Paul Auster: "Los escritores somos seres heridos. Por eso creamos otra realidad."¿Cuántas de tus heridas se esconden en las realidades que escribes?
            R—Mira, siento por Paul Auster una admiración que se pelea con la envidia, pero para serte sincero esa frase me parece una chorrada.
            »Unos más que otros (y siempre hay algún bienaventurado que cayó por aquí con suerte o con la desgracia de haber nacido descafeinado), pero nadie se va librando de las cicatrices que supone vivir. Aprendes a andar para dejar de sangrar por las rodillas o la nariz, y a partir de ahí empiezas a entender que de esta no va a salir ileso. Luego te vas relacionando con otro tipo de heridas, son las que peores cicatrices dejan porque no se ven. A veces no sabes qué las produjo ni si pudiste hacer algo para evitarlas. Pero cuando llegas a descubrir que jamás podrás desentenderte de ellas estás pagando el peaje de la autopista en el sentido correcto, ya que quizá tampoco convenga olvidarlas porque con esas estocadas del pasado vamos aprendiendo a esquivar las que en un paquetito certificado con nuestro nombre nos tiene reservadas ese señor vestido de cartero que se llama futuro. Viajar herido es equivalente a vivir, y  escribir no te concede esa exclusiva. Están los que se dedican a crear otras realidades componiendo música, pintando o buceando en una botella de tinto de verano. También conozco a quienes insistiendo en fingir frente a los demás terminan convenciéndose ellos mismos. Cada uno se lame como puede. Y hay una variedad, para mí son gigantes, son los que se entregan ayudando pese a que sus propias mutilaciones sean mayores, al dolor ajeno es al único al que le conceden sus lágrimas. A esos sí que los admiro, yo no pasé de la talla media, la más vulgar.
            »Respondiendo a tu pregunta: Muchas. Y a menudo yo mismo me voy descubriendo, cuando entre líneas veo espinas que debieron clavarse en su momento y no imaginé que dejarían tanta huella en la piel. Nuestra naturaleza es sorprendente, grandes golpes que piensas que te van a acompañar durante toda la vida se disuelven convirtiéndose en exiguas anécdotas casi perdidas en la memoria, pero hay insignificantes detalles… jeringuillas de aguja corta que te inocularon un veneno con efecto retardado. Y un día te encuentras imposibilitado de terminar con un picor que no recuerdas de dónde ha salido, eso te enseña que las piedras más peligrosas del camino son las pequeñas, las que despreciaste con un puntapié pero te juraron venganza.
            P—Para terminar…
            —¿Otra pregunta? Al comienzo dijiste que sólo serían un par y ya lo hemos superado.
            —¿Seguro? Luego revisamos el texto.
            —Venga, dispara que tengo que pasear al niño.
            —Tú no tienes niños.
            —Vive en mi cabeza, nunca le dejé marcharse, nadie debería hacerlo. No se trata de seguir mirando bajo la cama antes de acostarse, lo interesante radica en invitar al fantasma a salir y animarle a que te cuente historias, suelen saber muchas. Llevar siempre el Photoshop en la mirada y retocar el mundo para que duela menos. Sonreír dándole la espalda a ese empeño que tiene la vida en disfrazarse de tan difícil como se nos muestra. Disfrutar de cada momento como si el futuro fuese algo que puedes dilatar a voluntad, porque si algún día llega es mejor no obsesionarse, para entonces podrás tener dentadura postiza, y con sólo dejarla cada noche bajo la almohada ya se encargará el ratoncito Pérez de dejarte una pasta. Y sobre todo, no permitir que nadie te cuente quienes son los Reyes Magos. Porque para el niño la ficción es muy manejable y todo consiste en convertirla en verdad dentro de una gran mentira. Ningún niño se busca para encontrarse, no se molesta, bastante divertido resulta ya jugar a crearse a uno mismo.
            »Y ahora revisa tú el texto, que para algo te permito que ocupes mi imaginación. Cuenta las preguntas y procura no darme la razón. Me preocupa el día en que nos pongamos de acuerdo.

Oscar da Cunha
31 de julio de 2016

viernes, 15 de julio de 2016

Ya que no lo es… que lo parezca.

  Camino despacio y no estamos para desperdicios. Acaba de salir el sol y sé que decidirá tomarse su tiempo antes de volver a dejarse ver. Ya va avanzando el mes de julio, pero en esta esquina del Cantábrico, los que lucen bronceado vienen de afuera. De cualquiera de esos afueras en los que verano es sinónimo de: ¡Qué bien se está en la sombra!
            Tengo los deberes del día terminados, o sea que a medias, y eso para mí hoy es lo mismo.
            Son las… bueno, hoy también da lo mismo, el caso es que por aquí hay unas horas durante las que los comercios echan la persiana asumiendo que sus clientes prefieran una siesta a revolver entre sus estanterías antes de salir huyendo, el pretexto del mal clima también afecta a esas tiendas donde antes comprobaban si la bombilla alumbraba previamente a  envolvértela.
            La calle está en silencio hasta que los primeros compases de ese ritmo escapan por una puerta. Me paro, sólo unos segundos y miro. Me sorprende que no sea un chino —esos no cierran nunca—, se trata de un bar y mi desvergüenza no me da para contonearme en mitad de la acera, aunque sólo me mira un perro que sonríe porque también debe ser de mi década, y recuerda cuando algún amo bailaba con él ese Billie Jean que no hemos tardado en reconocer.
            Ya no consigo parar mis pies y entro. El barero se apoya en la barra, es lo que tiene más a mano para no caerse por la risa ante mi extravagante imitación de Michael Jackson.
            —¿Qué tomas? —consigue preguntarme entre carcajadas.
            —Eso. —Y señalo la pantalla. Que ha dejado de ser uno de esos cristalitos por los que nos asomamos a esta mierda de vida y donde ahora lo veo a Él, y también compruebo que yo no pasé por esa edad con la idea de no volver.
            —Era un artista único —me dice.
            —Lo sigue siendo —le suelto—, los artistas nunca mueren hasta que nosotros les acompañamos. Sería una crueldad pensar que nos van dejando solos.
            Quiero compartir el momento y llamo a mi mujer. Estará a la vuelta de la esquina, porque no sé cómo lo hace pero siempre está a la vuelta de mi esquina.
            —¡Ven! —y le cuento.
            —¡Voy! —y me responde. Su voz suena animada a través del teléfono—. Estoy a la vuelta de la esquina.
            El local se encuentra vacío, aprovechando ese entreacto entre los últimos vermús y los primeros cafés. Josema (ya nos hemos presentado al descubrir que las canas que nos repartimos no son más que ese camuflaje que utilizamos para fingir que la vida nos ha enseñado a ser más humanos) también abandona la barra, y ya somos tres los que intercambiamos sonrisas viajando hasta un tiempo que tal vez no fuese mejor pero llegamos a conseguir que lo pareciera.
            El video termina pero Josema lo repite una, dos veces…
            Al cabo entra un cliente. Debe ser un habitual de piedra que reclama su carajillo con sangre y pide que le pongan el informativo, ese que hoy, otra vez para variar, nos sacude con las imágenes de más de ochenta inocentes cuyos corazones todavía seguirían palpitando si a un verdugo no le hubieran tachado la palabra convivencia de su diccionario.
            No lo quiero ver, y con un gesto me despido de Josema. No estoy dispuesto a seguirles el juego a esos fanáticos, conmigo que no cuenten para vivir con miedo ni para malvivir con odio.
            Me siento en el coche y recuerdo que tengo el mismo disco. Lo introduzco en esa ranura dentro de la que debe de vivir un señor que se encarga de que la canción repita, y miro al cielo. Michael Jackson está actuando en directo y todos imitan esos pasos en los que parece que no hay suelo, le han encargado convertir la eternidad en un baile.
            Se me escapa una sonrisa torcida, pero quizá no soportaría este mundo sin mi imaginación.

Oscar da Cunha
15 de Julio de 2016