miércoles, 23 de enero de 2013

CONFESIONES DE UN FARSANTE


  Debe ser el tiempo, eso que llamamos mal tiempo por estas latitudes: frío, viento y lluvia. Cuando cielo y mar comparten su mal talante regalándonos el mismo gris, cuando el horizonte está pegado a tu propia cara y ya no eres capaz de descubrir con la mirada, cuando la calle se convierte en territorio despiadado y cada uno busca refugio tras los cristales de su propia realidad.
  Estos días, algunos, descerrajo los poros de mi imaginación y abuso de mi fantasía. La víctima siempre es un edificio de la periferia, ahí le permito al azar que decida. Pulso un timbre, cualquiera del primer nivel, no por casualidad, aquí la experiencia es un grado.
  —¡Cartero! —El zumbido de la puerta me confirma que los primeros nunca fallan. Subo hasta las últimas plantas, en ellas me he topado con las mejores experiencias, sobre todo si el edificio es de los antiguos: escaleras de madera, de esas de verdad, de las que crujen con pasado, barandillas enceradas con el sudor de manos encallecidas por los duros años de trabajo, y paredes que ya olvidaron las caras de los que en ellas grabaron el nombre de aquella morena de ojos verdes que llegó del Sur.
  La excitación con la que me enfrento a la primera puerta escogida ya no se vende en botella; mientras, y porque serán las decisivas, mi capacidad intenta adaptar mis primeras palabras a la mirada que me abrirá esa casa. Siempre utilizo mi mejor sonrisa y la deslustrada Biblia que una vez encontré en una librería de viejo.
  Ya sé lo que estáis pensando y no, no intento hacer proselitismo de ningún color. El libro pudiera ser el Corán, el Ramayana o la biografía de Bette Davis, simplemente aquella Biblia me funcionó la primera vez y ya la he convertido en mi cayado de peregrino. El tiempo, eso que llamamos mal tiempo por estas latitudes, me transforma en explorador de sensaciones escondidas, de emociones que no aciertan a atravesar las paredes de su hermética intimidad. Y yo soy un estafador, un farsante capaz de intercambiar cuatro acertados comentarios a cambio de una impenetrable confesión, de un secreto, o de una conversación cuyo propietario sólo es capaz de regalarte sentado en su sillón favorito.
  No os costará sospechar que he resistido muchos portazos con mis narices; de más de un edificio he tenido que salir  procurando ser yo el que tuviera las piernas más rápidas, y hasta me he visto obligado a disimular mi sonrisa, saboreando repetidos cafés frente a la ventana del mismo bar, esperando a que el coche patrulla, alertado por los vecinos, dejara de buscar al siniestro personaje. Pero el alma humana es muy compleja, y os sorprendería descubrir detrás de cuantas puertas hay alguien esperándote, cuantos de nosotros sufren la soledad del silencio y un anónimo visitante es el dulce licor que llevan tiempo deseando compartir, sin saber que tienen enfrente al vampiro que se alimenta de sus ilusiones y sus angustias. Lo confieso, soy un ladrón y no me avergüenzo de ello, sólo me llevo de mis rapiñas: sueños, inquietudes, pasados cargados de melancolía y futuros inciertos. Pocos son los que han conseguido aburrirme, y a alguna le he tenido que frenar los instintos; el que tuvo, retuvo.
  Cada uno desnuda el mundo como puede y esta es una más de mis artimañas. Pero, en ocasiones, no soy capaz de cerrar la puerta y marcharme con esa sacudida triunfal que acompaña al robador que acaba de afanarse un huevo de Fabergé, aunque sepa que por falso lo tendrá que malvender en cualquier oscura esquina. Hay días en los que la tristeza me acompaña escaleras abajo, conversaciones de las que uno sale con la impotencia pegada en la espalda, asaltos en los que las palabras acertadas quedaron por decir y la amargura es la tarifa que pago por entrometido.

  La anciana me abrió su puerta sin desconfianza y con un alborozado brillo en la mirada, eso me corroboró que ese timbre llevaba demasiado tiempo coleccionando silencios. No gastó más de un segundo en mirarme a los ojos, pero no fue la visión de mi Biblia, que no le pasó desapercibida, la que permitió, que sin darme tiempo a abrir la boca, me encontrase ya dentro de aquél recibidor con dos sillas atestadas de viejas revistas, un perchero desbordado por una colección de sombreros y un penetrante perfume de violetas. Con un “sígame, por favor”, me condujo hasta un saloncito presidido por tres butacas cuya tapicería combinaba a la perfección con el resto de flores que tapizaban las paredes. Estanterías en las que compartían espacio algunos libros, viejas fotografías y las típicas figuras de souvenir de cualquier país exótico, una mesa central en la que destacaba el intenso rojo de una gran ponsettia sobre un tapete de encaje blanco y una labor de lana con dos agujas formando una perfecta cruz introducidas entre los hilos negros y blancos. Y el perfume de violetas.
  —Tome asiento, por favor —con su porte, sus ademanes y el tono de su voz, la anciana ya se había convertido en una dama ante mis ojos. Cabello gris con ese toque azulado que delata que su pensión le permite peluquería semanal, una chaqueta de punto marrón, corte Chanel, con la botonadura revestida en negro combinando con el color de su falda plisada, y una fina cadena terminada en un corazón de oro.
  —¿Usted dirá? Por el libro que le acompaña intuyo que viene a hablarme de religión —Me lo soltó suavemente mientras adoptaba una pose cercana a la devoción, rígida en su sillón, con las manos cruzadas sobre el regazo—. ¿Es usted sacerdote?
  Sigo preguntándome porqué no saqué de mi baraja cualquiera de mi amplia colección de patrañas, quizá fuese el breve destello de ironía en su mirada, su excesiva serenidad ante un desconocido, o tal vez, el olor de violetas.
  —No, señora…
  —Clara, por favor.
  —Verá Clara… —Me lancé a una confesión radical, un descenso hacia la más absoluta sinceridad, como el delincuente, abatido por el desaliento, que termina declarando sus fechorías ante esa autoridad impuesta por la edad de quien es capaz de ver detrás de tu mirada. Ella, no sólo no se sintió traicionada, tampoco agradeció mi sinceridad, con la elegancia a la que acostumbra el tiempo aceptó mi juego, quizás una partida que llevaba años deseando.
  —Es mi hora del té, ¿compartirá una taza conmigo? —Los que me conocen, saben bien que detesto todo tipo de infusiones, me deprimen como la visita a un asilo de ancianos en cuyos rostros veo mi futuro, pero ante la elegancia de sus gestos y el respeto a su hospitalidad no pude negarme. Desapareció por el largo corredor de la casa, dejándome con la única compañía de la vista a un parque con columpios y sin niños que se filtraba a  través de  los cristales del amplio ventanal que, con las cortinas descorridas, daba luz al salón. Y el perfume de violetas.
  Al cabo, apareció con una fuente de plata, una tetera, dos tazas y una bandeja de pastas. —Las hago yo misma, es una receta tan antigua como los orígenes de mi familia, le gustarán —. Con la delicadeza que se brinda al mejor de tus invitados depositó la fuente sobre la mesa, junto a la ponsettia, y me sirvió la primera humeante taza de infusión cuyo olor me hizo envejecer unas horas.
  —¡Ah! Se me olvidaba, ¿le gustan a usted los perros? Tengo a mi Trufo encerrado en la cocina, no quisiera incomodarlo pero es tan cariñoso…
  Al responder afirmativamente, procuré esconder el olor del miedo bajo mi chaqueta, acababa de descubrir la trampa de la dulce ancianita, aquél era el secreto de los silencios del timbre de su puerta. El cancerbero escondido, ese monstruo de tres cabezas y cola de serpiente me estaba esperando para enviar mi cuerpo al inframundo, cuya puerta, él, celosamente, se encargaba de vigilar; mi suerte estaba echada. Yo, el ladrón de intimidades, acababa de caer en la trampa que abría la entrada del Hades. Tan sólo soy un farsante que no posée la habilidad de Orfeo para calmarlo con su canto, y desconozco por donde transcurre el río Lete, la estrategia de Hermes tampoco me iba a servir.
  Ella se levantó de su butaca con una agilidad impropia para su condición, pensé en escapar, esta vez la huida sí que sería una victoria, pero los dos sorbos que había ingerido de esa infusión me inmovilizaron en mi asiento convenciéndome de que la puerta de la casa estaría sellada con siete llaves. Eché un último vistazo a la Biblia que había dejado sobre la mesa y recordé que hay veces que uno no puede salir victorioso frente a su propio destino, esta vez las campanas de la iglesia empezarían a doblar por mi descaro. Me enderecé en el sillón dispuesto a afrontar con la dignidad de un embustero la guadaña que el oráculo tenía anotada para mí en esa hoja del calendario.
  Oí como se abría la puerta de la cocina y unas ansiosas pisadas empezaron a tamborilear sobre la madera del corredor. Una alocada bolita con rizos blancos y negros, de apenas tres meses me hizo comprender que la labor de lana que aún seguía sobre la mesa no tenía los colores escogidos por azar. Trufo me localizó al instante, saltó sobre mis rodillas regalándome su aún tierna colección de lametones y yo hundí con más alivio que ternura mis manos entre su melena, el perfume de violetas volvió a inundar el saloncito.
  —¡Trufo, ven aquí! No molestes al señor —Me tomé mi tiempo para respirar, no es fácil asimilar que acabas de dejar de ser el pianista de la orquesta del Titanic.
  —Yo también quiero serle sincera —comenzó Clara—. Él es ya lo único que me queda en esta vida, no lo encierro en la cocina para que no moleste a las visitas, que como no le habrá costado adivinar son muy escasas. No temo por mí, si alguna vez llaman a mi puerta, y en esta casa ya no hay sino viejos recuerdos sin otro valor que la memoria de aquellos que me regalaron con su compañía los mejores momentos de mi pasado. Pero a él… no soportaría perderlo. He vivido mis últimos años en la soledad más absoluta, soy la mayor de tres hermanas, curiosamente la naturaleza me ha concedido más vida que a ellas y la desgracia de sufrir su crepúsculo. Mi marido me abandonó en el noventa y nueve, no me malinterprete, no fue uno de los típicos hombres que se marchó a por tabaco, pero continuó fumando mientras el cáncer de pulmón se lo llevaba a él, aún no he conseguido perdonárselo. Y ese joven de la foto de la izquierda de la estantería es mi hijo, ahora tendría más o menos su edad, y hace veinte años decidió arruinar su vida, convencido de que la felicidad se compraba en dosis intravenosas. Ya lo ve, soy una anciana acostumbrada a la compañía de mi soledad, pero el mes pasado lo encontré acurrucado y asustado junto al portal, lloriqueando, seguramente por la familia que se acababa de aburrir de su regalo de navidad.
  Ahora él ha llenado mi casa de alegrías, he vuelto a colocar flores, dejar pasar la luz por las ventanas y pasarme horas en el jardín trasero, viéndolo jugar, y disfrutando de las sonrisas de los niños en los columpios. Por no despertarlo he recuperado el sueño que hace tiempo me había abandonado, y cada amanecer es un renacimiento para ocuparme de él.
  Pero… —La anciana se removió incomoda en su sillón, desasosegada, buscando ese gesto que perturba la palabra—. ¿Quiere otra taza de té?
  Desatendí su pregunta, su citación de auxilio me llegó más fuerte.
  —Todo tiene su precio, Clara.
  —En efecto, pero no es por mí por quién sufro, si bien me mataría perderlo yo ya estoy acostumbrada a ver agonizar partes de mi corazón aunque ésta fuera la última. Todos venimos a este mundo a completar un círculo y yo el mío ya lo tengo pasado de vueltas, en cambio él es tan joven… Yo que he tenido que llorar tantas ausencias, no quisiera imaginar a Trufo deambulando por las calles buscando mi sombra desaparecida, ni suponerlo, algún día, tumbado sobre mi tumba.

  Acepté esa segunda taza de té y esta vez me sometí a envejecer unas horas con el aroma de la amarga infusión que Clara me había preparado. El tiempo, eso que llamamos mal tiempo por estas latitudes, que me transforma en explorador de emociones escondidas me había traicionado. Y yo, que habitualmente soy un estafador, un farsante, abandoné definitivamente mi vieja Biblia junto a la ponsettia de Clara. Bajé aquellas escaleras con la promesa de volverlas a subir cada semana, y la responsabilidad jurada por un animal que, algún día, añorará a su antigua amiga junto mí.
Oscar da Cunha
23 de enero de 2103

6 comentarios:

  1. Me gusta tu ternura. El como vas avanzando de a poco en el sentimiento y ...nos conmueves.
    ¡Qué alegría por Trufo y por las sucesivas semanas que esperan a Clara!

    Buenas noches, Oscar, un bello relato para abrochar el día.

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    1. Hay sentimientos que no llegan de impacto, tú lo sabes bien. A veces a que ir exigiéndole a la realidad que nos ofrezca un vuelo más relajado.
      Abrazos Begoña.

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  2. No sé si cada día escribes mejor, o yo cada vez soy más receptivo a tus relatos, pero me he vuelto a emocionar, y mucho, no gano para toallitas para las gafas, "jodío".

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    1. Ya te lo dije, debe ser el tiempo, eso que llamamos mal tiempo por aquí, que nos pone blandorrones, hay días que no valen para cualquier lectura...
      Fuerte abrazo hermano.

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  3. Pues con el mal tiempo nos haces poner buena cara, como dice el refrán...da gusto ver como avanzas en tus relatos y a mí particularmente tambien me da envidia ¡¡¡Joé, si para escribir un churro me lo tengo que pensar durante varios dias!!!
    ¿recuerdas que en una ocasión me sacaste una errata en uno de mis videos?...pues hoy me toca a mi jejeje...en la trampa que abría la entrada del Hades se te ha colado aquella H que yo me comí jejeje.

    Un abrazo Oscar
    Javi

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  4. De eso se trata Javi de intentar alegrar aunque sea los sueños de algunos. ¿Y qué te piensas? ¿que en 10 minutos me pongo al teclado y sale un texto? Todos somos esclavos del esfuerzo. Gracias por la corrección, pero no es la primera vez que en esas aperturas se me añade la H, algo hay en mi cabeza que no es capaz de abrir sin paraguas.
    Un fuerte abrazo amigo

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